Dagoberto Gutiérrez*
Son tres los salvadoreños universales: Monseñor Romero, Roque Dalton y Farabundo Martí. Por distintas razones y circunstancias, los tres fueron atravesados por balas que provenían del miedo y la intolerancia, pero es Monseñor Romero el que personifica a una persona que se alza con su ejemplo y supera los temores, las resistencias de sus propios hermanos y de su entorno más cercano.
Oscar Arnulfo Romero es un hombre del pueblo, sencillo, modesto pero no humilde, conocedor de los más íntimos senderos del alma de los seres humanos, amigo de los últimos y también de los primeros, pero sobre todo, amigo de los buenos y de los justos y enfrentado, eso sí, a los poderosos injustos, a los dueños del poder que mata y, ante todo y sobre todo, enemigo de aquellos que hacen del poder un instrumento para aplastar a los débiles e idolatrar a los poderosos. Esto que es la esencia del autoritarismo fue combatido frontalmente por Monseñor Romero. Y esto fue, precisamente, lo que lo convirtió en mártir.
La oligarquía salvadoreña se preparaba para una guerra que venía con pasos de gigante. Sabían los señores que había que afilar cuchillos para volar cabezas, que contaban con la jerarquía católica para contener al pueblo que se rebelaba día a día. Sabían que el ejército los defendería como en 1932, para eso los habían hecho clase gobernante. Entendían que las protestas no llegarían muy lejos, y en todo caso, los baños de sangre podían aquietar las aguas.
El escenario que construye socialmente a Monseñor Romero hizo de él la voz de los sin voz y el líder necesario, el conductor inevitable y el pastor de un rebaño que esperaba una voz y una señal autorizada. Es, en circunstancias de crisis histórica, en las que aparece este hombre providencial y esta voz llena de justicia y de dignidad.
Monseñor Romero no obtuvo el apoyo del clero de su Iglesia Católica ni de las clases dominantes del país, tampoco de la cabecera del Vaticano. El Papa de la época, la jerarquía católica local y la oligarquía le tenían miedo, aversión y odio. Y él, hombre de fe, lo sabía perfectamente, pero sabía también que la gente y el pueblo lo necesitaba, que era la hora y el minuto preciso, y el segundo exacto del Pastor, era la hora del dueño del cayado y de aquel que siendo rebaño y sintiendo lo que sentía el pueblo católico, sabiendo del dolor y la incertidumbre, había sido situado por la historia a la cabeza de una marcha dueña de protesta y de esperanza.
Para los poderes tradicionales, la muerte y el asesinato político se hizo el único camino para resolver la amenaza que provenía de la voz de un sacerdote, y el crimen político empieza a tomar forma desde los primeros momentos en que se comprobó que para este hombre sencillo, con miedo, directo, hábil e inesperado, el poder de un cargo era simplemente un instrumento para hacer justicia y luchar por transformar el mundo.
Cuando supieron que no lo podían comprar y que alababa una iglesia pobre pero justiciera, que no era amigo de la riqueza que mata y, ante todo, cuando se dieron cuenta que este hombre era un pensador, dueño de una cabeza que iba más allá, mucho más allá de las cuatro paredes tradicionales de su iglesia católica y que superaba en hondura y extensión el pensar tradicional de esa iglesia, cuando los oligarcas asimilaron esta verdad, supieron que tenían que matar una vez más a la verdad y a la justicia.
El momento histórico había superado a la decisión, y esto fue porque Oscar Arnulfo Romero era inesperado e imprevisible, porque su nombramiento por el Vaticano fue un accidente histórico, y Roma lo nombró por ser un sacerdote conservador y elemental, pero no tomaron en cuenta ni la sensibilidad humana ni la honradez indeclinable, ni la firmeza invencible de este hombre que, siendo efectivamente conservador, como Roma sabía, era y fue pueblo y verbo, pastor que no se separa nunca de sus ovejas, un pensador que llegó a ser peligroso y, como ya lo hemos dicho, no era comprable, tampoco era de los que se enamoran del poder y lo disfrutan. No fue nunca de los que se enriquecen y siempre supo que pensaba desde el lado de los últimos y que había que llegar hasta el final.
Esta contradicción histórica entre el Vaticano y un hombre de El Salvador y entre la cúpula católica salvadoreña y uno de los suyos, fue resuelta dramáticamente por la fusión entre el hombre, Monseñor Romero y el pueblo salvadoreño. Por esta fusión e identificación total es que este hombre de fe es un hombre del pueblo que viene de ahí y habla desde ahí, y murió ahí, donde mueren los seres humanos para no morir nunca.
La beatificación actual es un proceso institucional, político y jurídico que llega hasta santificar al religioso, pero de nuevo no se toma en cuenta que alguien como Monseñor Romero es la misma cruz y no necesita de altares porque, en realidad, nunca estará fuera del bien y el mal, y por eso hay que saber que nadie es tan odiado y temido como Monseñor Romero y nadie es tan amado como el mismo Monseñor Romero, por eso todo intento de elevarlo a un altar y alejarlo del pueblo, con sus olores, sus sabores, sus sudores y sus colores, está condenado al fracaso.
La oración, en el caso de Monseñor Romero, clama por justicia para todos los que no la tienen y justicia para el mismo Monseñor. Sus asesinos siguen chorreando la sangre de un inocente y siguen huidizos en las sombras. Ese asesinato político sigue clamando justicia. Por eso, el homenaje a un hombre de fe y a un pensador profundo es conocer, difundir y divulgar su pensar y su acción.
Monseñor nos sigue hablando, inspirándonos y llamándonos a movilizarnos, a organizarnos y a formarnos. Recibámoslo, escuchémosle y mantengámoslo vivir.
DAVOBERTO GUTIÉRREZ